Por: Pola María
Morelia, Michoacán.-Si confundimos sueños con anhelos debe ser por la realidad doble que ambos conceptos ofrece: lo que puede llegar a ser y lo que en sentido estricto no es. Lola me dice que ha dejado de soñar hace tiempo, años. Su mundo mental aparece como inexistente a la hora de ir a dormir, y por la mañana siempre la misma angustiosa sensación de no haber soñado absolutamente nada. Nutre su pensamiento leyendo todo tipo de libros y su imaginación es desbordante a la hora de hacer música. Reflexiona demasiado sobre la vida y la muerte y las conversaciones con ella son como mareas altas en días de calurosa tormenta. Pero ha dejado de soñar, o al menos ha perdido la conciencia de hacerlo: su memoria no registra aquél tránsito nocturno de cuerpos etéreos e imágenes entremezcladas.
El asombro que saber esto me causa es como aquél que sentí cuando escuché que mi abuela había perdido su llanto. “Sus lágrimas se han secado”, me dijeron. Y yo en mi necesidad resolutiva de la infancia apuré a adivinar que aquello era consecuencia de haber sufrido la muerte de varios de sus hijos; de haber llorado en manantial cada uno de sus diecisiete partos; de haber llegado casi al siglo de vida y presenciado tanto dolor alrededor suyo. Así la vi en su cumpleaños número noventa y dos: los músculos faciales hacían la tarea de quien se encuentra llorando por la tremenda alegría de ver entonar a hijos, nietos, bisnietos y tataranietos “Las mañanitas”, y los párpados abrían y cerraban con mayor rapidez, incluso la respiración había cambiado y hasta el tono de voz entrecortado. Pero jamás escurrió una sola lágrima por sus mejillas.
Soñar es tan maravilloso como el agua cálida del llanto. Soñando es que he muerto por primera vez. Fue un asesinato con pistola en sien: me encontraba en medio de una selva entre un grupo de desconocidos sabiendo que éramos todos colegas, algún plan estábamos diseñando para resolver cierta cosa importante, y el ambiente era de trabajo. De pronto irrumpieron un par de personas armadas con efusivo temperamento, y uno de ellos colocó el arma en mi piel. No viví un episodio de película donde todo está ensayado para un final premeditadamente feliz: no, no hubo preámbulo ni espera, tan pronto colocó la pistola tiró del gatillo y entonces supe que estaba muriendo. No peleé conmigo misma para evitarlo. Aquello era lo verdaderamente irremediable, de forma inmediata hice repaso de mis seres queridos, pude verlos y repetir por última vez su nombre, y al tiempo que mi cuerpo iba cayendo hacia el lado derecho, mi rostro dibujaba una sonrisa de satisfacción total: había tenido una vida plena, y mi muerte casi podría decirse que era deliciosa. Sentí en algún momento la humedad de mi sangre, pero nunca hubo dolor ni angustia, simple y sencillamente el hecho de morir en paz.
He comenzado a leer Sobre la naturaleza de los sueños de Hugo Hiriart, y me gusta la libertad que se asume cuando existe una muy clara identidad de quien uno mismo se dice ser. Los sueños no son narraciones, él plantea, porque no son contados por nosotros soñantes, porque no son susceptibles de ser resumidos, el modelo de los sueños corresponde más bien al de la música: imágenes, sonidos, recuerdos, desdoblamientos, el tiempo, el espacio. Y aunque Hiriart opine lo contrario, hay quienes dirigen sus sueños: recuerdo alguna vez haber volado. En un patio construido de piedra comenzaba por dar saltos, y me llenaba de júbilo al darme cuenta que con el impulso adecuado esos pequeños brincos se convertían en grandes suspensiones de mi cuerpo por sobre la gravedad de la Tierra. Entonces vino la malicia del controlar, quise elevarme casi para ir hasta París con mis brazos abiertos, y creyéndome que tomaba ventaja del descubierto aprendizaje intenté nuevamente ascender con la misma facilidad que los saltos anteriores. Sé que ya no pude porque vino sensación del fracaso. Pero es probable que sí, en alguna otra noche tal vez sí llegué aún más lejos que a París.
Se dice que en los sueños se resuelven asuntos pendientes, que son avisos de sucesos venideros, o recuerdos guardados en el inconsciente, que son puertas abiertas hacia otros mundos. Deben ser todo ello y algo más, ya me lo dirá Hiriart. Pero definitivamente la vida humana posee en este poder uno de sus mayores privilegios. Tan grande es esto que no es necesario estar dormido para elaborarlos. No requiero formular preguntas al respecto, estoy segura que las respuestas que ya se han dado poseen una gran sabiduría, y que son provocadoras de grandes sueños. Pero tal vez sí quisiera entender por qué mis dientes adquieren una fragilidad total al irse desprendiendo uno a uno, triplicando, cuadruplicando su número original de piezas hasta invadir mi boca y mis dos manos, orillándome a esconder mi rostro lleno de vergüenza.
La vida misma puede tomarse por sueño. ¿Cómo ayer era una niña y hoy me encuentro viviendo como jefa de familia? ¿Cómo pueden ocurrir tantas cosas en un solo día? ¿Cómo este mundo puede ofrecernos tanto? ¿Tanto? Es demasiado. El ser humano, por si fuera poco, también debe lidiar con sus sueños. Pero desde que yo recuerdo, siempre deseo con ansia el momento en que por fin iré a la cama, a dormir y descansar: a degustar un muy buen sueño. Como aquél día en que me desperté asustándome a mí misma: escuchaba como mis pasos venían acercándose de muy lejos en un correr presuroso, y cuando llegaba justo frente a mí: ¡Buuu! En ese preciso momento abrí los ojos sobresaltada, e inmediatamente después me eché a reír.