Por Pola María
Dame tu muerte
Es necesario guardar silencio cierto tiempo después de la muerte de un ser amado.
Escribo: Ella era una anciana malhumorada, terca y regañona que anunciaba su muerte anualmente como mensaje de brindis en su cumpleaños. Vivió en santo infierno matrimonio prácticamente toda su vida. Las hijas que parió no recibieron teta y a los nietos que fueron llegando los recibió la indiferencia. No tenía nombre, pero para llamarle se le apodaba “La Quiña”. Nacida a principios del siglo XX sólo Dios sabe cuántas cosas pudieron mirar su ojos, cuántas lágrimas derramó antes de convertir su rostro en obsidiana roja, cuántos besos con amor correspondidos. Era muy alta, como edificio de cinco pisos, siempre con tenis blancos salía a caminar por las mañanas. Su silencio.
Su silencio era abrumador porque entonces los ojos sangrantes parecían perforar paredes. Pero no moría, no moría hasta convertirse en inmortal, algún pacto maldito que le permitía jugar con las despedidas; su cuerpo complacido en padecer hospitalizaciones, reanimaciones, operaciones. El suicidio de su nieto, el asesinato de su hija. Un alma blanca.
Un alma blanca como la sonrisa que asomaba entre sus dientes al saludar a sus gatos cuando la tarde caía en los brazos de una noche helada. ¡Dame tu muerte! Pedían sus hijas, ¡dame tu muerte para dar alivio a tu alma! Ella misma cavaba su fosa en el rincón oscuro del jardín; su escapulario colgando desde el día que la tierra le vio nacer en su blanco pecho, pecho transparente, danzando en el vaivén del esfuerzo de sus brazos al sostener la pala oxidada. Hasta el día que creyeron todos que ahora sí era el día.
Para ese día ya no salía con sus tenis a caminar por las mañanas, la inmovilidad causada por una microfractura en la cuarta vértebra lumbar hizo reventar sus intestinos: vomitaba mierda. Ahí estaban sus cuatro hijas tomándole cariñosamente las palmas de sus manos, incluso la que había viajado desde Washington se sentía culpablemente contenta porque pudo llegar a ese momento.
Ese momento, en que habita el silencio. ¡Danos tu muerte! Desagarraban sus adentros. ¡Expira el fatal último aliento, aquí en medio de nosotras, sin importar cómo fueron nuestras vidas, o cómo éste lapso poético sea enterrado por nuestra delirante cotidianidad! ¡Danos tu muerte! Y el inclemente sonido maquinal de sus pulmones, expidiendo los fétidos olores de una muerte que ya dormía en sus entrañas por la boca de unos labios abiertos y derrumbados. Sus ojos se abrieron para mirar en torno: “Mis cuatro tesoros. Es el momento.” Ellas se hicieron un solo cuerpo, tan cerquita unas de otras quizá como nunca, toda incomodidad pasaba desapercibida, no existía más que ese instante sublime que con tanta ansia, durante muchos años, se les había estado presagiando.
El presagio fue un fraude, uno más como todos los anteriores. Ahí estuvieron ellas, atreviéndose a decir cada una sus mejores palabras de despedida, de agradecimiento, incluso de perdón, y el tiempo transcurría como si ya se hubiera detenido por siempre. La Quiña inmóvil, sus ojos cerrados, continuaba respirando. Continuó respirando hasta que cada una se retiró disimuladamente.
Ahí me quedé yo, suplicando también por su muerte.
Conmigo fue distinta, me habló siempre de Dios.
Me sentí embriagada por una rabia inexplicable, los sonidos los percibía sólo en un eco distante, mi cuerpo flácido era ajeno al contacto de la ropa; sabía que mi corazón ya no estaba trabajando. Vinieron nombres a mi pensamiento, sin alegría ni tormento una ola estrepitosa me invitaba al sueño profundo…
Habito un tren, siento el movimiento rebotante, al centro de mi frente una presión que me hace ir cada vez más hacia abajo, las puntas de mis dedos han quedado tan lejos de mí, puedo tocar las estrellas. Y un calor intenso de sol penetra por toda mi piel, mi corazón inicia un enfrentamiento, la luz ahora es tan fuerte y no distingo si viene o emerge. La luz es tan intensa y no distingo si viene o emerge. La luz es tan intensa. La luz es. La luz. Agua y luna, tierra.
Pola María
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Imagen de portada: “El bosque”, óleo de Cecilia Vega (2018)