Redacción
Ciudad de México. -El común denominador en las historias de delincuencia que conoce la maestra Claudia Alarcón Zaragoza es el abandono: “si lo redujéramos en una sola palabra sería el abandono. El punto central de muchos de los problemas. El abandono del padre, de la madre, de la sociedad, el abandono de las parejas. El saberse que uno no es sujeto de preocupación, de interés, de atención de los otros”.
La egresada de Lengua y Literaturas Modernas Inglesas de la UNAM lleva 15 años trabajando con adolescentes y jóvenes en condiciones de vulneración social en zonas rurales, indígenas y no indígenas y hace cinco años empezó a trabajar con jóvenes en conflicto con la ley, particularmente en comunidades de tratamiento de la Ciudad de México. “Estuve haciendo trabajo con niños en Santa Martha -los hijos de las internas- y desde hace medio año en un programa de Prevención de la Violencia y el Delito con adolescentes y jóvenes en el Estado de México”.
La mayoría de los jóvenes con los que trabaja están apagados, como si les hubieran oprimido un interruptor. Si les dan una pistola, les ofrecen dinero para matar a alguien que no conocen, por supuesto que lo harán. “No hay algo que haga contrapeso para decir: ¿pero yo por qué voy a matar a alguien? ¿Qué es lo que estoy perdiendo, a qué me estoy arriesgando?
En entrevista con UNAM Global, la doctorante por la UAM indica que adentro de un penal de alta seguridad las condiciones de higiene son terribles. Un panóptico, barrotes, sin comedor, comen en el piso, hay muchas enfermedades de la piel.
Trabajar como asesora educativa requiere de todo un perfil, de características especiales. “No sólo es tirarles un rollo o ponerlos a trabajar”. Hay un acompañamiento educativo, desarrolla las guías de ciencias sociales, literatura, filosofía de manera individual. En equipo no porque hay riesgo de riñas
Claudia Alarcón descubrió que la literatura es un medio para proyectarse sin temor a ser juzgados. Era muy fácil encontrar en una historia un lugar donde pudieran hablar y hablar de sí mismos, “sin decir: estoy hablando de mi y cómo me siento y además, como todos eran hombres estaba la cosa de: yo soy macho y tengo que ser fuerte. Acá adentro tengo que ser súper rudo y no me puedo doblar y aquí yo a todos les parto su madre”.
Preparó materiales que tuvieran que ver con el libre albedrío, la libertad y la responsabilidad. Utilizó un poema de Luigi Amara que cuenta la historia de un oso que vive en una paradoja: en el mar es fuerte, pero cuando sale a la superficie ve el cielo, la perspectiva cambia, hay colores, vida. Uno de sus alumnos, un sicario, se identifica con el tema:
“Es que soy yo ese oso. El agua es como estar aquí adentro. Aquí todos me temen. Aquí todo es gris, no hay colores. Todos me tienen miedo, pero cada que volteo y veo el cielo, tengo ganas de estar afuera de este sitio. Yo soy ese oso”.
Sus alumnos han leído el “Ensayo sobre la libertad” de Stuart Mill. “Subestimamos a los adolescentes, creemos que no entienden las grandes preguntas o los grandes cuestionamientos”. Uno de sus alumnos le cuenta que es difícil tener libre albedrío cuando vives en la pobreza. “Siento que estoy en un cuarto sin ventanas y estoy encerrado y estoy atado de manos, casi me tengo que volver un mago para salir de ahí”.
Una de las trabajadoras sociales le dice un día: “Los días que usted viene se siente mucha paz en la comunidad”. Trabajaba con siete jóvenes, en el patio. Era la dinámica que tenían.
En una ocasión le tocó estar en un connato de motín. “Me asusté muchísimo”. Los reclusos están separados por patios. En uno están los más peligrosos, los más violentos. Hay otro para los que acaban de llegar y se vayan familiarizando y luego el patio donde están los más tranquilos, con los que trabajaba. Todos son chavos que cometieron homicidio. En un descuido de los guardias se brincaron y ya tenían conflictos previos, conflictos afuera porque eran miembros de Cárteles distintos. Se golpearon. Ella estaba allí. “Me encerré, tienen una micro biblioteca de dos metros cuadrados, pero la biblioteca tiene una puerta de madera. Ese día me cuestioné regresar. Este es uno de los muchos riesgos que vas a tener”.
Claudia Alarcón nunca pierde el entusiasmo a lo largo de las casi dos horas de entrevista. Sólo hay que hacerle una pregunta y puede hablar sin interrupción. Le digo: “pero regresaste”. Sonríe y dice: “Regresé con más conciencia de donde debía poner la atención. Imagínate lo que es vivir bajo esa tensión permanente”.
Enfática señala que “no hay reinserción. Saldrán peor, no nada más por las relaciones que van a hacer”. Precisa que se debe ver a la persona más allá del delito. “¿Por qué están en el reclusorio? Eso no me interesa, porque por muy atroz o terrible que haya sido el delito que hayan cometido a mi lo que me interesa es conectar o ver esa parte interna de la gente. Hacerlos verse a sí mismos, valorarse en todo lo que se podía”.
Recuerda uno de los casos. Un joven que había estado en varios albergues a los 16 años. “¿Cómo pudiste haber llegado a los 16 años con esa historia de vida?”, le preguntó. Y él le dijo: “Es que yo no quiero ser un delincuente. Toda mi vida he luchado por no ser un delincuente y he tenido la vida que he tenido por no querer ser un delincuente. Para mi habría sido mucho más fácil dedicarme a la delincuencia, me han sobrado oportunidades, pero no quiero ser un delincuente. Quiero tener una carrera, quiero estudiar, quiero sacar mi prepa, quiero ir a la Universidad, quiero tener una familia”.
Eran 10 hermanos, el DIF se los quitó a los papás. 10 hermanos repartidos en diferentes albergues. Desde los 7 años.
Otro caso es el de un joven que estaba en la cárcel porque había matado a una persona en una riña, era su vida o la del otro chavo. Salió de la cárcel, entró a la Universidad, ya casi termina la carrera de Ingeniería. Su papa los abandonó y su mamá se deprimió. Y el dilema llega: delinquir para mantener a sus hermanos. A los 12 años tiene que tomar esas decisiones, resolver su vida. Mantener a hermanos menores, 8 y 10 años.
Vivía en una zona de delincuencia, alguien lo conecta con el grupo de la colonia, empieza a delinquir, así puede mantener a sus hermanos. Un niño de 12 años tiene que resolver su vida con esos recursos.
Acota que entender desde dónde se está construyendo la violencia es mucho más complejo que simplemente “vamos a meter a todo mundo a la prisión”. Cree que hay muchas soluciones, pero la violencia se volvió un negocio. “Hay mucho dinero para programas de violencia contra la violencia. La salida fácil desde el escritorio es legislar, ser más duros, más años de castigo en prisión, pena de muerte, pero cuando estás en el contexto de esa realidad sabes que es una solución de otro planeta.
Para la maestra Alarcón el adolescente es visto con prejuicios por los adultos y por las autoridades. “Desde el esquema de que la vida representa un reto, estar bien siempre, estar contentos, ser felices. Un proceso en el que una persona, un sujeto, una persona que está descubriendo, abriéndose al mundo pareciera algo negativo, así es como se ha planteado históricamente. Esa concepción no nos ha permitido ver la riqueza de esa etapa de vida. Lo que me gusta de trabajar con adolescentes es que hay una conciencia de sí mismos, que hay mucha vitalidad, que se aceptan y se reconocen como personas que se pueden equivocar”.