Por: Pola María
Despedirse llega a ser una especie de entrenamiento maratónico para algunas personas. El fluctuar del tiempo, el diálogo con la muerte, o sencillamente la cortesía para terminar las jornadas diarias. La piel que uno va dejando en polvo bajo la cama como testigo de nuestro andar.
Hay despedidas que son radicales y que no tienen vuelta atrás, donde la esperanza no deja rastro de presencia y sólo el pasar de los días va menguando aquél dolor sutil de la melancólica añoranza. La nostalgia. Tener memoria nos hace desdichados. Pero existen también aquellos reencuentros que, por el peso de la arena de un forzado olvido, suscitan revuelo en el alma. Regocijo.
Te escribo: por el presente que aún compartimos, por un pasado concluido, por la fortuna de haberte conocido. El ser humano guarda muchos secretos y bajo el silencio oscuro de la noche se ponen al lienzo historias de amores y desencuentros con todo tipo de genialidades absurdas, y peligrosas. Háblame de lealtad. Háblame de lealtad y dime si ese poder nombrado amor es susceptible de acometer en contra de ella. Lo irracional Killing for love.[1] Somos asesinos, de nosotros mismos. Y morir de vez en cuando nos viene bien -de vez en vez.
Decir adiós implica interrumpir el cauce de algo en construcción; llegar al término de cualquier esfuerzo echado a andar, de cerrar. Y duele. ¿Por qué? Será el sentir que somos despojados de algo valioso: la desnudez puede provocar una vulnerabilidad aguda, pero nos acerca mucho a un estado puro de libertad. Tomar posesión bajo el nombre del amor tiende a ser la equivocación más recurrente: LA EQUIVOCACIÓN MÁS RECURRENTE A LO LARGO DE TODA LA HISTORIA DEL HOMBRE. Y por ello, debo pedir perdón.
No estás y aquí te escribo como si. El registro de nuestros recuerdos es lo que nos hace saber desde el propio antropónimo quién uno es y hacía dónde se ha dirigido: la memoria es exquisita. He llegado a confundir el término de partida con pérdida y muchas lágrimas han brotado de mis ojos al pronunciarte. Llegué a tocar la hondura de hoyo negro que habita en el alma cuando la tristeza se convierte en máximo dolor; comprendí también que el sufrimiento es berrinche del anhelo que padece.
¿Cuántos años hacen falta para borrar ciertos nombres? No será por regla necesario. Las despedidas son el sello final de algo que aconteció sin lugar a dudas, y no habrá que considerarlas siempre como algo lastimero. De ello puede uno extraer aprendizajes invaluables: la alegría adquiere matices multicolores y el corazón de tanto amar se va convirtiendo en un músculo cada vez más grande.
Te digo hasta siempre con una mano en mi pecho y la otra en el tuyo, me despido diciendo muchísimas gracias por todo lo bueno. Las estrellas se detienen unas a otras a través de madejas de hilos rojos, y tú y yo por ahí quedamos suspendidos en el firmamento. Porque la vida es generosa cuando de amar se trata, quiero aprender a decir con la más honesta sonrisa:
A dios.
[1] Lyric and music by José González