Por: Rosario Herrera Guido
Escribir es retirarse.
No bajo una tienda de campaña para escribir,
sino de la escritura misma.
Caer lejos del lenguaje de uno mismo,
emanciparlo y desampararlo,
dejarlo caminar solo y desprovisto.
Dejar la palabra.
Ser poeta es saber dejar la palabra.
Dejarla hablar sola,
cosa que no puede hacer más que en lo escrito.
Jacques Derrida (L’ écriture et la différance).
¡Ah, los laberintos! ¡Ah, los símbolos!
Al final de cada año me hago una promesa:
el año próximo renunciaré a los laberintos,
a los tigres, a los cuchillos, a los espejos.
Pero no hay nada que hacer, es algo más fuerte que yo.
Comienzo a escribir y, de golpe,
he aquí que surge un laberinto,
que un tigre cruza la página,
que un cuchillo brilla,
que un espejo refleja la imagen.
Jorge Luis Borges, Borges el palabrista.
Proemio
Antes que nada, agradezco a la Maestra Aglae Margalli Dives y a la UABC, la gentil invitación para impartir esta conferencia y homenaje a la cultura impresa, en el marco de esta XX Feria Internacional del Libro de la Universidad Autónoma de Baja California.
La primera versión de esta conferencia, “La cultura impresa”, tuve el honor de dictarla en el Seminario de Investigación “El libro tipográfico: anatomía, historia y cultura”, gracias a la invitación de la historiadora Claudia Raya, auxiliar de investigación del Colegio de Michoacán de Zamora, filial de El Colegio de México, en el que además de abrir el filósofo y poeta Jaime Labastida Ochoa, con la conferencia magistral “La tradición del libro”, expusieron varios especialistas en el tema, tanto de instituciones de educación superior de Michoacán como de fuera del Estado. Un primer resultado de investigación surgido de mis seminarios de maestría y doctorado, dictados en diversas universidades, sobre “Filosofía, cultura y escritura”.
La cultura es escritura
La cultura Impresa. ¡Qué título tan ambicioso para esta breve y humilde disertación! Permítanme empezar por las obligadas raíces latinas.
Cultura procede de las palabras latinas cultus, colere, cuyos sentidos son cuidar y cultivar, y que a partir del s. XV designa a un ciudadano ilustrado, cultivado y civilizado, a saber, no bárbaro.
Imprimir es una voz latina formada por in, que significa en, y premere, que significa oprimir, presionar con algo, y que desde el s. XIV, quiere decir dejar rastro o señal sobre una cosa. Ambas palabras se encuentran, ya que no hay cultura sin impresión, en los dos sentidos: como huella y como estremecimiento.
Georges Bataille, el filósofo francés, cuyas fuentes de inspiración reconoció en Sigmund Freud, Ferdinand de Saussure y Karl Marx, funda su conocido pensamiento sobre el erotismo, en una definición: “El erotismo es la afirmación de la vida hasta en la muerte”. Y en su espléndido y original libro Las Lágrimas de Eros, deslumbra al afirmar que sólo después de la conciencia de la muerte aparecen tumbas en el planeta Tierra, cual improntas, signos y escritura, no sólo del deseo de apaciguar la violencia de la muerte sino de dejar huella de lo humano, cien mil años a.e. (Bataille, las lágrimas de Eros, Tusquets, 1981:35). Un dato científico probado con Carbono 14, y del que extrae trascendentes conclusiones: 1) lo humano es conciencia de la muerte; 2) la tumba es una huella (es)cripta de la finitud humana, que gesta la memoria histórica e historiza a la humanidad y 3) la muerte es la madre de la escritura, que trata de inmortalizarse en la huella, la impronta, la escritura, o como le llama Derrida a una mínima traza: Grama.
Para dar cuenta del origen de la cultura, Freud inventa en Viena un mito: Tótem y tabú (1913), en el que los hijos asesinan al padre, un mono cretino que al apropiarse de todas hembras, les prohíbe su goce sexual a todos sus hijos (Freud, Tótem y tabú, Amorrortu, 1979:103-162). No es el único mito moderno, pues también Karl Marx, en un opúsculo que lleva por nombre El modo de producción tributario asiático, inventa el mito de la horda primitiva que asesina al padre porque pone a trabajar a los hijos y les expropia todos los satisfactores.
Pero el mito de Freud, es un relato que piensa la gregariedad humana no como una respuesta a las necesidades de la división del trabajo en función de la supervivencia, sino como fundante de los diques, prohibiciones o interdictos, impuestos a la sexualidad, a través de la represión de los impulsos sexuales (las pulsiones), que permiten establecer lazos amorosos en torno a una causalidad trascendente, que anuda simbólicamente a los hombres y a las mujeres a través del tótem, el jefe, el padre, Dios, el maestro, el santo Patrono y hasta el equipo de futbol. Un mito que no es histórico sino genealógico, según Michel Foucault, pues no parte de la inocencia originaria humana como J.J. Rousseau. En tótem y tabú los hermanos asesinan al padre y lo devoran en el banquete totémico, porque les impide el goce de las mujeres, y la culpa por violentar lo prohibido, lo sagrado, conduce al crimen, que ya no les dará acceso al goce sexual de la madre, motivo del asesinato, por lo que en el lugar del banquete totémico, se erige el tótem como objeto de culto, al padre muerto, ante el que se prohíben el incesto y el parricidio, leyes fundentes de la cultura, y se juran lazo fraterno.
El filósofo y psicoanalista francés, Gérard Pommier, en su libro Freud ¿apolítico? (Pommier, Nueva Visión, 1987:9), desde la enseñanza del pensador y psicoanalista francés Jacques Lacan, concluye que no habría lenguaje si no nos autorizáramos a hablar en nombre de nuestro tótem, pues cada vez que firmamos invocamos el nombre de nuestro tótem, el nombre del padre, el nombre patronímico, fundamento de la ley de la cultura y de todas las significaciones posibles, cuya función no es oponer la ley al deseo, provocando un conflicto sin salida, como es el caso del padre terrorífico, el dictador o el tirano, sino de unir la ley al deseo, a través de la ley del deseo, en los dos sentidos: como una ley que ordena desear y por lo mismo ordena el goce incestuoso y parricida, a través de rescatar el goce incestuoso perdido por la escala invertida del deseo.
El mismo Freud, en una nota a pie de página, en su libro Tótem y Tabú, advierte que hasta la alianza del pueblo hebreo con Yahvé, a través de la ley mosaica, la escritura jeroglífica pasa de la imaginaria a cuneiforme, es decir, simbólica. Un dato que recuerda al Platón de la República, quien enseña que todos los asuntos de la polis son asuntos del lenguaje, es decir, de ley. No hay cultura sin ley, no hay escritura sin ley. Entonces ¿la historia de la humanidad es la lucha de la cultura contra la crueldad? ¿La escritura contra la barbarie? ¿Los libros contra la cultura apantallada de nuestro tiempo, como ya sugería el filósofo español Eduardo Subirats?
El mito de Tótem y tabú —como Freud mismo afirma— es un mito transhistórico, cuyas pruebas científicas positivas son escasas, lo que lo hace un auténtico mito moderno, que permite actualizar al seno de toda cultura el fundamento del linaje, la descendencia y el culto, origen de toda cultura, de cuya dimensión ética se despliega una estética a través de las artes: la arquitectura (el templo), la música, la danza ritual, la escultura de lo sagrado, la pintura (la imagen de la divinidad) y la literatura (salmos, ensalmos, oraciones, rezos y poesía mística), como se puede comprender a partir de los desarrollos del filósofo español Eugenio Trías (Trías, Lógica del límite, Destino, 1991:367-97). Porque sin falta, sin caída, sin pecado original —sigo a Trías— no hay sacrificio, trasgresión de lo sagrado, ni culto ni cultura ni arte, pues sería reducido al falso juego virtuoso de l’art pour l’art. Ya desde Wittgenstein o Mallarmé, sólo se puede postular una est-ética, un neologismo que expresa el fundamento ético del arte. Tal vez por ello, Freud no duda, en una de sus obras maduras de definir a la cultura como “todo aquello que nos eleva por encima de la condición animal”. Por supuesto, en contra de la barbarie, advirtiendo que si la humanidad no pone a la Pulsión de Muerte al servicio de Eros, está en peligro de sucumbir (Freud, El malestar en la cultura, Amorrortu, 1930).
El laberinto de Borges
En su cuento La biblioteca de Babilonia, el escritor argentino Jorge Luis Borges, da algunas respuestas (¡jamás definitivas!) a las grandes preguntas sobre la escritura, el lenguaje y la cultura impresa. En su biblioteca están los temas del diálogo socrático Cratilo, o de las palabras, el diálogo de San Agustín con su hijo Adeodato en su De Magistro, las reflexiones de Nietzsche o de Heidegger sobre la naturaleza poética del lenguaje y muchas de las interrogantes y respuestas del siglo XX en torno a la escritura y el lenguaje.
Borges nos lleva por la estantería de su Biblioteca como por laberintos, por las palabras como por la pasión y la ternura, por los tigres como por una selva de signos, por las páginas como por espejos.
La Biblioteca está llena de eróticas letras que se mecen al compás de un número infinito de danzas. En los corredores, una procesión de espejos con la mirada perdida en el horizonte, duplica ilusiones. Interminable es la Biblioteca como la búsqueda de un texto que por fin lo diga Todo. Aunque hubo un tiempo en que se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros y todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto de tal suerte que el universo bruscamente usurpó las dimensiones de la esperanza (…) la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo…
En la Biblioteca de Borges, todo lo que se puede decir es que no se puede decir todo. No hay un lenguaje definitivo, ni un Amo de la Verdad. En nosotros hay paraísos artificiales más ignotos que la Sierra Madre Oriental, cuyas tonalidades son dichas con aullidos y gruñidos, que significan todos los misterios del alma, la agonía del tiempo y el inarticulable deseo.
La Biblioteca existe ab aeterno, nos precede, ya está esperándonos antes de nuestro nacimiento. Los hombres y las mujeres son los imperfectos bibliotecarios, productos de casuales demiurgos. De lo que se desprende la vida caótica de todos los libros, hechos de repeticiones, de laberintos, de contradicciones y de incoherencias. Los libros se dicen y se desdicen. A ello se debe quizá la búsqueda desesperada de la significación. Y es que los libros guardan lenguas remotas, juegos de palabras, dialectos. Cada libro es tan confuso como el resto, aunque no hay ningún libro idéntico a otro, como no hay sueños iguales.
Borges llega con su cuento a la incompletud radical del lenguaje, recordándonos la lección que San Agustín vertiera en De Magistro: ninguna significación es autosuficiente, siempre requiere de otra y otra, para significarse. Su ficción nos enseña que el signo falla, que el significado de las palabras no sólo no corresponde a las cosas sino que tampoco a las palabras mismas. El lenguaje queda abierto a la polisemia, al deslizamiento del sentido, pues siempre hay algo más que decir, a menos sellemos la historia diciendo la última palabra.
Hubo una vez la creencia de que en la Biblioteca estaban todos los Arcanos, y que cada lector debía encontrar el suyo para justificar su existencia. Hubo cruzadas de bibliómanos, peregrinaciones al santuario de la sabiduría, porque nadie quiso recordar que se pretendía lo imposible. Pero es esta búsqueda la que sigue produciendo el goce de la danza de las palabras. Porque los libros no pueden evitar el equívoco y la incomunicación, se inventó la interpretación.
La polisemia borgiana, que siempre rompe las tablas de la ley, ha sido desterrada de los diccionarios, por ser deseo abierto a cualquier locura. El lenguaje está impedido para acatar puntualmente el orden, pues tiende hacia el desorden. La Biblioteca de Borges es lenguaje en movimiento, actividad lúdica, de los enunciados dislocados, el simulacro del decir. Como toda biblioteca promueve el sentido, pero es inevitable su correlato: el sinsentido.
Superar la ambigüedad e instituir el lenguaje inequívoco, he aquí el compromiso político de los amantes de los correctos decires, empeñados en reducir la polisemia, en controlar el deseo, en ahorrarnos el goce. A los amantes de los correctos decires se debe el que millones de libros hayan desaparecido.
En vano se espera descubrir el misterio de la Biblioteca y del tiempo. La consulta de los libros toma toda la vida: uno remite a otro hasta el infinito. No hay el Libro Total porque mataría el deseo de la lectura.
Marguerite Duras, la escritura y los libros
Marguerite Duras, autora de El amante, El arrebato de Lol V. Stein, El Vicecónsul…, conocida mundialmente por unas doce novelas, se preocupó de tal forma por la escritura que llegó a filmar sus pensamientos sobre esa experiencia que habitó toda su vida. Escribir, decía con vehemencia, es una experiencia que sólo se gesta en soledad. Escribir es una manera de engarzar las letras a la vida: escribir la vida, vivir la escritura. Estas ideas vivas sobre el hecho de escribir se encuentran reelaboradas por Marguerite Duras en forma de ensayo en su decimotercer libro que lleva por nombre Escribir.
Para escribir se requiere estar en soledad. Mas no se trata de una experiencia producida por el exterior sino creada por el mismo escritor, que hace su soledad para escribir textos y libros que él desconoce y nadie había pensado jamás. Marguerite Duras se afirmó siempre como escritora a partir de una soledad que convirtió en un diálogo interior (en una Diánoia griega).
La soledad es condición de la escritura y de la cultura impresa. No se trata de cualquier escritura, sino de la escritura que dice algo nuevo, que crea otros mundos, otras formas de pensamiento y sensibilidad, otros decires o estilos. Es una escritura que no puede escribir secretaria alguna, por buena que sea. Para crear se requiere tomar distancia de los demás, de sus decires y de sus libros también. Sólo la soledad convoca el silencio de la escritura: un decir no dicho que está por decirse. La vida de la escritura se reduce a una ventana, una mesa, una silla y tinta negra. La soledad que reclama la escritura, dice Duras, es tan encantadora que quienes vivieron con ella no soportaron el silencio y con él la tentación de ponerse a escribir. Duras también descubrió, como sugiere Javier González, que “…las palabras no son las únicas detentoras de sentido sino que actúan como puentes tendidos para acentuar el valor del silencio”.
Marguerite Duras siempre se concibió como una escritora de libros ilegibles pero totales, alejados de un lenguaje común, parecido al de Cristo o el de Bach, y por lo mismo, libros vertiginosos y abismales. Libros que, como le dijera en una ocasión el psicoanalista francés Jacques Lacan: “No debe saber que ha escrito lo que ha escrito. Porque se perdería. Y significaría la catástrofe”. Una frase que para Marguerite Duras se tradujo en “el derecho a decir” desconocido por las mujeres. Un derecho a la escritura que alcanza El grado cero de la escritura de Barthes, pues “…está siempre enraizada en un más allá del lenguaje, se desarrolla como un gérmen y no como una línea, manifiesta una esencia y amenaza con un secreto, es una contra-comunicación, intimida”.
Hay que crear una soledad total para descubrir que sólo la escritura nos salva. Una soledad que presentifica la ausencia de argumento o de tema para un libro o texto. Es esta experiencia la que nos pone delante de una escritura posible. El que escribe para decir algo nuevo no tiene una idea guardada del texto que va a escribir. Escribir es, como afirma el filósofo francés Jacques Derrida, “…caer lejos del lenguaje de uno mismo, emanciparlo o desampararlo, dejarlo caminar solo y desprovisto. Dejar la palabra”. El escritor está frente a un libro desnudo y sin futuro, con solo dos reglas de oro: la ortografía y el sentido. Si alguien supiera en verdad lo que va a escribir, dice Duras, nunca escribiría. No sería deseable ni tendría sentido. En realidad se escribe para saber lo que se escribiría, y que sólo sabremos después de escribir.
La soledad sólo es posible cuando todo se pone en duda: las certezas del yo, las seguridades cotidianas, los amigos y las verdades comunes. Se trata de una duda fundamental que es la condición de posibilidad de la soledad de la escritura. Pero la mayoría no soporta la soledad; las gentes tienden a agruparse por impotencia personal o por miedo a perecer como especies biológicas. A esto se debe que no todos los hombres y las mujeres sean escritores, y a que no todos los que escriben sean escritores. Por ello Duras concluye con un pensamiento que se sabe desde siempre: “con el escritor todo el mundo escribe”.
La duda es de escribir. Sin esta duda no hay soledad auténtica. No se escribe a dúo. La soledad hace salvaje al escritor. La escritura es anterior a la vida. Así que cuando Duras escribe, todo el universo escribe, hasta los giros de una mosca en el aire. La escritura está en todas partes y no tiene origen (en esto coincide también con Derrida). Por ello para escribir se requiere el poder del cuerpo, incluso ser más fuerte que lo que se escribe. Escribir es un acto que va más allá del escritor, hasta la imposibilidad del punto final.
La escritura corregida destruye a la escritura. En realidad, dice Duras, la ilusión que tiene el escritor de ser el único que escribió un texto es justa. Esta convicción la pone a prueba a través de sus críticos quienes le llegaron a decir que su escritura no se parecía a ninguna otra. Y esto no se explica más que por la soledad de la autora. Cuanto más acompañado esté el escritor correrá el peligro de repetir los decires y los libros que lee, de manera especular. La repetición sin diferencia es el destino de quien no puede o no quiere crear la soledad necesaria para escribir. El escritor debe ser un sujeto extraño, una contradicción y un sinsentido. Escribir es callarse para cantar y aullar el silencio, como la música callada de San Juan de la Cruz. Por ello el escritor habla mucho menos que lo que escribe. Le es imposible hablar de ese texto que avanza en la noche hacia un destino que lo anonada. En cuanto a publicación, es el momento en el que la escritura se desprende para ser de otros, los lectores.
Un libro significa la soledad del mundo entero. Sin la soledad nada se hace. Hay generaciones muertas que escriben libros sin soledad ni silencio, sin pozos y sin noche. Son libros que no desgarran el pensamiento ni hablan del duelo de toda vida y el drama de todo pensamiento, que huyen del peligro de sentir y el dolor de vivir. Toda auténtica escritura debe tener pasajes difíciles de pensar, significar y experimentar. Es necesario escribir sobre el espanto de escribir, para consignarlo en la geografía de nuestra finita existencia. Es preciso escribir para darles voz a todos los pueblos del mundo. Todo el mundo escribe al leer. Porque, como lo pensara Octavio Paz en El signo y el garabato, la escritura es una pregunta sin respuesta, pues su respuesta es la muerte: un garabato indescifrable, insignificante, cuya traducción es la huella de nuestra finitud, una metáfora de la realidad.
Con la noche llega el duende de la escritura. Mientras todos se disponen a descansar para el escritor es hora de trabajar. Pero se trata de un trabajo que invierte los valores. Escribir no es del orden de lo político, el más violento de todos (en el que uno se vuelve tan malo como los perros guardianes). En la noche al escritor le asalta una gran indignación ante las injusticias del mundo. Si no es así entonces no es nada. En la noche el escritor escribe el drama de la vida y el trabajo. (Si el escritor no llora al menos una vez en su vida por todo esto, entonces no llora por nada. Y no llorar nunca es estar muerto).
Marguerite Duras sabe que nadie puede escribir y sin embargo escribe. Pergeña lo desconocido de sí misma. En esto consiste el peligro de escribir y de hacer libros.
Cultura versus Barbarie
Peter Sloterdijk, el polémico filósofo alemán, en su original libro Normas para un parque humano (Sloterdijk, Siruela, 2000), luego de recordarnos que, según el poeta Jean Paul, los libros son voluminosas cartas para los amigos (no deja de evocar que el lenguaje hace lazo social y cultura), para llamar por su nombre al humanismo, como una telecomunicación por medio del lenguaje escrito, como un llamado al amor, la amistad y el saber.
Pero el fenómeno del humanismo, nos recuerda Sloterdijk, que en la cultura los seres humanos se ven reclamados por dos grandes poderes: la inhibición y la desinhibición. La etiqueta humanismo recuerda la perpetua batalla por lo humano, entre las tendencias embrutecedoras y las pacificadoras y educadoras de la pulsión de muerte, diría Freud (que no es educable, sólo sublimable, gracias a las actividades culturales).
En tiempos de Cicerón, estos dos polos se radicalizan. Los romanos, creadores del derecho, contradictoriamente o lógicamente, son también los inventores de los anfiteatros, las peleas entre animales a muerte, al punto que cuando se acaban los animales del norte de África, ponen a luchar a muerte a los gladiadores, montan los espectáculos de ejecución, inventan la crucifixión, como el espectáculo del Coliseo Romano, el más exitoso del mundo antiguo (medieval, moderno y contemporáneo), como una forma de distraer de los asuntos de la cité a las masas, con pan y circo, que se mantiene hasta la actualidad, para disponer de los impuestos y el poder.
Y el homo inhumanus ruge en los estadios y las plazas de todo el mundo mediterráneo, como una técnica imprescindible de gobernar. Sólo pervive el humanismo como la resistencia del libro frente al circo romano y todos los espectáculos cruentos, como una fuerza generadora de paz y sensatez, que los romanos cultos, escritores y lectores llamaron humanitas.